Líbranos, Señor, de la tristeza.
Mana desde heridas viejas y desde nuevos golpes repentinos
no bastante llorados en lo que tienen de despojo,
ni bastante acogidos en lo que tienen de nueva libertad.
Se infiltra astuta en la mirada y apaga el brillo
de las realidades cotidianas.
Va depositando en la coyuntura de los huesos
su rigidez y su torpeza.
Un aire inasible empapa de desazón indescifrable
los recuerdos luminosos.
Las certezas cálidas de ayer parecen arqueología ajena,
esculturas sin nombre en plazas olvidadas.
Como nube empujada por el viento
con formas grotescas y cambiantes
nos oculta el horizonte con su amenaza fantasmal.
La tristeza se esconde bajo el deber cumplido
y la respuesta esperada por la gente.
Maquilla su rostro con arrugas de ayuno.
Se disfraza de sensatez que todo lo calcula bien.
Va doblando las espaldas con el ancho escapulario
de los «cofrades resignados», que han visto y saben todo, y ya no esperan nada nuevo que valga la pena celebrar
Al pasar las siluetas juveniles con sus risas de colores,
va quedando un poso de nostalgia, de oportunidades nunca atrapadas
en el puño ya sin fuerza.
La tristeza nos deja en el alma un residio de vida usada,
de Dios de catecismo con las preguntas y respuestas
ya sabidas de memoria, repetidas hasta el tedio.
¡Líbranos de la tristeza,
Señor de la alegría!
Benjamín G. Buelta, sj